EL PROFETA AMÓS - PROFETAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Amós era un campesino de Técoa,
pequeña población situada a unos veinte kilómetros al sur de
Jerusalén (1. 1; 7. 14). Pero la dura vida del
campo no le impidió adquirir una cultura poco común en
su tiempo. Él conoce los hechos más relevantes de la
historia de su pueblo y está perfectamente al tanto de
todo lo que ocurre en el reino de Israel. Posee
una vasta información sobre los acontecimientos de su época y
presiente el avance de Asiria hacia el oeste. Lo que
más impresiona en el estilo de Amós es la sobriedad.
Pocas palabras le bastan para lanzar un oráculo incisivo, violento
y lleno de imágenes sugestivas. Tampoco faltan en su lenguaje
las sutilezas del estilo sapiencial (3. 3-8; 6. 12) y
ciertos toques de punzante ironía (4. 4-5).
A pesar de ser
nativo de Judá, Amós proclamó su mensaje en el reino
del Norte, hacia el 750 a. C. En esa época,
Samaría vivía su gran momento de euforia bajo el reinado
de Jeroboám II (787-747). Los enemigos de siempre –Asiria, Egipto
y Arám– se habían eclipsado transitoriamente, y el rey aprovechó
la coyuntura para recuperar los antiguos territorios de Israel (2
Rey. 14. 25). La paz exterior favorecía la actividad económica
y el acrecentamiento de las riquezas. Un ansia desenfrenada de
lujo se había apoderado de las clases más pudientes, que
se construían suntuosas mansiones y vivían en la opulencia. Pero
esta prosperidad económica beneficiaba únicamente a un sector
privilegiado. Mientras
unos pocos se enriquecían, la gran masa del pueblo estaba
más oprimida que nunca.
Dentro de este marco social, resuena la
palabra de Amós, el profeta de la "justicia". Toda su
predicación es una violenta denuncia de la manera cómo el
reino de Israel interpretaba su condición de Pueblo "elegido". Para
Israel, la elección divina era un privilegio y una garantía
absoluta de seguridad, cualquiera fuera su comportamiento moral, social y
religioso. Para Amós, en cambio, esa elección era una gracia
que implicaba la responsabilidad de revelar a los pueblos el
rostro del verdadero Dios, por medio de una convivencia fraternal,
basada en el derecho y la justicia. Al ver el
sufrimiento y la opresión de los débiles, el lujo y
la indiferencia de los ricos, él se convirtió en el
testigo insobornable de la Justicia del Señor, "que resiste a
los soberbios y da su gracia a los humildes" (Sant.
4. 6).
El amor a los pobres y la primacía de
la justicia sobre el culto encontraron amplio eco en el
resto de la Biblia, sobre todo, en el mensaje evangélico
(Mt. 5. 3, 23-24; Lc. 4. 18; 6. 20; Sant.
2. 5-7).
Fdo. Cristobal Aguilar.